Cada cierto tiempo se me hace imposible no retrotraerme a las calendas de niñez, a los campos costeros, donde ha quedado guardada el alma costumbrista, campesina. Vivencias y experiencias que definitivamente constituyen la esencia de uno, como ser humano. Muchos la llaman nuestras raíces, sea como sea, la necesidad de comunicarme a esa época existe y a veces con desesperación. Hace un tiempo conversando con mi amigo Juan Hugo, recordaba los avatares de su madre, doña Herminia, cuando le tocaba amansar las vaquillas lecheras, en esos corrales idílicos de varas de acacia, bramidos de madres y lamentos de lechigadas.
Recuerdo claramente su gran casa de adobe, ubicada en una leve inclinación a los pies del cerro La Cruz. Dos peldaños altos llevaban al corredor, donde dibujado se podía palpar al viejo Neftalí en su banco carpintero, y toda su sapiencia. Un pase pa delante acogedor se hacía característico en voz de don Juan Ignacio Garrido, un afable caballero de los tiempos de hacienda. Una puerta doble invitaba al gran comedor, donde el olor embriagador del pan amasado amarraba al lugar. Los hijos de doña Herminia, mis amigos, fueron los grandes mentores en los quehaceres, conocimientos y sentimientos que se incrustaron para siempre.
Mil historias y conversaciones a vela vienen a la mente, pero ésta en especial, se iniciaba año a año por la experiencia de doña Herminia, quien, sin tener ninguna obligación, tomaba el desafío de lidiar con los ojos inquietos de una vaca primeriza, atemorizada y nerviosa, al criar su primogénito. Don Ramón, el capataz de la vacada, en su recorrido diario ya ha sentido el balido tímido de la cría de la naranja, una vaquilla amarillenta de cachos puntudos. Bajando la invernada al interior del campo, los colíos le hacen difícil la tarea de sacarla al camino, para arrearla al plan, y luego a las casas, distantes a unos treinta kilómetros.
Si bien la vaquilla no pertenecía a doña Herminia, la Raquelita se la pasaba toda una temporada para que la lechara y se la amansara. En general ella tenía dos vacas mansas a inicios de primavera, época que se iniciaba la parición, estas hacían de vacas madrinas, para amansar a la naranja. El corral se componía de una pesebrera para guardar los terneros de noche, encerrados para que no mamaran de modo que la madre juntara leche. Las vacas también quedaban encerradas, pero sin contacto con el ternero. Además, debía existir un poste firme, o un árbol donde amarrar y manear la vaca, para realizar la ordeña. Un lazo, un cordel, un balde, jarro con agua, una pequeña banca, eran los utensilios indispensables para lechar las vacas.
Mi amigo recuerda cada detalle de las habilidades de su madre para convertir en verdaderas huachas las vaquillas de cerro, tarea que obviamente no era fácil y más de alguna vez tuvo que correr y tirarse entre las varas, al ser perseguido por alguna chúcara maneada, al estar presente, como niño, donde no debía. Considerando que son vacas que se vienen bajando del cerro, si bien entran al manejo general de las mansas, tenían una dinámica bien diferente. La primera semana se mantenían junto al ternero las 24 horas del día, mientras que los otros terneros se encerraban de noche. En la mañana tranquilamente se les iba tirando un lazo sobre el lomo, para que se fuera acostumbrando y alcanzar una rutina que resulta fundamental en la estrategia final.
Doña Herminia sabía que debía empezar a acariciarla y que la oliera, en sus años de vaquera sentía como la naranja escondía la leche, de manera que no podía de buenas a primera, amarrarla y ordeñarla. En la segunda semana avanzaba, encerrando la cría en las noches, lo que provocaba un continuo balar de madre y becerro, dejando sin dormir a toda la familia. Aún sin lecharla y a pesar de su menuda figura, mantenía una actitud firme, sin miedo y con tono dominante empezaba a acercarse cada vez más. El cariño daba la confianza, repetía como un rezo la ágil domadora, sin importar que al principio no le bajara la leche. Todas las temporadas las primerizas daban tanda, sin embargo, la naranja fue mucho más complicada.
La imagen costumbrista del corral, ubicado a unos veinte metros de la casa era total. Los rayos del sol comenzaban a alumbrar y tres vacas esperaban la ordeña, dos echadas rumiando y una nerviosa y atenta. Bajo las varas un par de gallinas corrían y posteriormente se dedicaban a escarbar en la materia orgánica seca, derivada de temporadas anteriores. Una tenca en el cogollo del espino se aseaba y trinaba con mucha personalidad. Doña Herminia con una sola mirada leía el lenguaje corporal de las vacas, ordeñaba las dos mansas y terminaba con la vaquilla, de manera que se comportara similar a las dos madrinas, evitando conductas no deseados. No era menor la capacidad de lacear la vaca, llevarla al palo o tronco y amarrarla y manearla, de manera que quedara bien parada.
Al realizar esta crónica, conversar y recordar tantas vivencias, me llama la atención el lenguaje que utilizamos hoy, bastante soberbio y presuntuoso, como por ejemplo al hablar de doma racional, tirando en saco roto el trabajo que tantos hombres y mujeres de campo, realizaron por el bienestar animal, de acuerdo a los recursos disponibles. Doña Herminia, es una de esas heroínas que supo de la relacion amigable, perdurable y sostenible, realizando un trabajo silencioso que seguramente no fue lo suficientemente destacado en su época. A vuelo de pájaro se nos vinieron a la mente tantas y tantas vaquillas que ella amansó, en los campos del secano costero. Desfilaron en su corral en diferentes temporadas no sólo la naranja, sino que también la mosca, naipina, peuca, perla, mariposa, cartera y tantas otras de acampados nombres.
El campo siempre maneja sus secretos, y en este tema de la ordeña a mano, era costumbre separar el apoyo de la leche, para alimentar los hijos en crecimiento. Esa leche gorda, seguramente funada en los tiempos actuales, era un alimento básico, junto a los huevos verdes ancestrales de las camperas que escarbaban en el corral. Doña Herminia realizaba la ordeña y la naranja escondía la leche más nutritiva, entonces se soltaba el ternero para que le mamara, en ese momento la vaca se relajaba y soltaba todas sus virtudes. Inmediatamente se quitaba la cría y se obtenía el apoyo, ese que mi amigo Juan Hugo, con azúcar y aguardiente, jamás desperdició.
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