Reyes su calle, Cariño el sector y botado no existe, porque esta familia ha recogido las técnicas campesinas, las ancestrales de Aconcagua, las que utilizaron los caciques e indígenas Picunches que habitaron nuestro valle. Esas amigables que invitan al pasado recogiendo los frutos de origen, los naturales, de colores asoleados, donde ni siquiera los ultravioleta se atreven a entrar.
Una subida y el puesto con frutas y hortalizas, anuncia en una vieja pizarra negra las ofertas de la chacra: los granados bicolores de temporada, los melones de segunda flor, los choclos de cabellos dorados, sandias largas, tomates rugosos y papas con arena.
Agroecosistema completo, las gallinas pican, las ovejas ramonean y abonan, un mugido proviene del corral y doña Juana sale con un balde de leche fresca. Los tordos, tencas y loicas hacen un festín de sonidos en un nogal negro gigante, jamás tratado con pesticidas. Corrales de varas de Acacio y tranquera de coligüe, ordenan el ganado con las crías que se alborotan en el potrero aledaño.
Años de sacrificio para formar caballos montureros y de trabajo. Los que fueron asimilando la mano amiga, la del forraje y sosiego. Eran once los de la manada que marcharon a otras manos para trocar por una casa de campo, al fin propia, orgullo de don José.
Murallas de adobe grueso, tejas desteñidas donde anidan golondrinas perdidas en el tiempo, las que añoran otras latitudes, viajeras de océanos y valles interminables. Ventanas de maderas maestreadas con paciencia, con añejos botaguas, que harían las delicias de restauradores. Fresca despensa con cosechas de temporada, conservas hortaliceras y de frutas, graneles y deshidratados que desafían al más duro de los inviernos andinos.
Un viejo arado de palo y fierro, afilado en forja, rompe los suelos arcillosos y fértiles de un potrero, que en rotación irá con praderas mixtas para talaje directo, especies como ballica, tréboles, festucas y yerbas medicinales, harán el compuesto mágico que sanará cualquier decaimiento de aves y rumiantes. Al boleo van las semillas y fertilizantes orgánicos madurados en el propio predio.
La postal costumbrista la forma la mulata pintada de la foto, que es maestra en ubicarse en las correas, para ponerse el apero y salir haciendo la línea del arado y rastraje. Posteriormente la siembra, acequiadura y finalmente la cultivadora para controlar las malezas.
El uso, cuidado y producción de semillas nativas, así como también lo hace el CET en Yumbel o el Circulo de Mujeres Ayún en Los Andes, ayuda a mantener la cultura, sentir en el sabor los almuerzos familiares domingueros del pasado, y que se conserve el conocimiento de los campesinos vivos.
Al igual que el sistema de “Milpa”, en México, donde comunidades nativas pudieron revertir los monocultivos, que tanto daño han causado en importantes partes del mundo, la familia Gallardo ha trabajado combinando cultivos, haciendo rotaciones, logrando un equilibrio ecológico, con saberes y técnicas tradicionales.
En calle Sola, Reyes o La Florida, San Esteban los tiene, en vida y vigentes, desafiando los químicos de Monsanto, la biotecnología transgénica, la maquinaria provocadora del pie de arado y contaminante. Si los encuentra en el camino, disfrute de sus productos y alma.
Los hermanos “pescados”, los cultivadores del pasado, los que se niegan al presente maltratador del ambiente, los que merecen al menos la tierra propia, no reniegan de su suerte, relatan de trabajos y patrones y ponen en bronce la siguiente reflexión: “Dios nos ha dado, lo que pudo darnos”
Cuando el agitado mundo que nos toca vivir nos desafía a lo competitivo, don José, nos quiebra con esa frase, murmurada a través de un alma antepasada, del que no apura la vida, pues sus metas ya las metió en el morral.
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