Tenía las manos acaloradas, porque todo en ese tiempo comenzaba a hervir en la ciudad. La blusa desabotonada le permitía a sus poros respirar el aire cordillerano tibio y polvoriento que hacía correr la tierra de los cerros hacia las casas de Los Andes. Este calor no se comparaba al frío implacable del invierno, el frío que le carcomía la humildad de su profesión, el frío que le recordaba a él. Con las manos ardiendo como un infierno, Lucila escribía versos para enviarlos a los Juegos Florales de Santiago de ese año; participaría a ver si la poesía heredada del padre ausente le daba algo de más. Y mientras la primavera se hacía verano, sentada en la cama miraba un punto fijo en la pared de enfrente: una grieta, un dolor del muro que aullaba día y noche, como sus muros agrietados de tanta distancia entre su pasado y su ahora.
Escribió sentada en la cama, los pies descalzos, los ojos fijos en las tumbas de sus muertos. Escribía a destajos, sin miedos, sin dudas; sentada Lucila en la cama desempolvaba años y entintaba la pluma… a media noche, a media vela, a medio vestir. Los Andes a medio silencio de sus palabras, de los cantos de sus venganzas hermosas. Y entonces contaba sílabas y versos, y entonces pensaba en su nombre que no sería Lucila sino Gabriela: Gabriela Mistral.Así, sentada entre el público, Gabriela Mistral no salió a recibir su premio, pero escuchó atenta la lectura de sus sonetos, esos de sepultura y amor que como Lucila había escrito sola, sentada en su cama de la casa de Los Andes, pies desnudos, alma en carne viva, muerte en carne hecha polvo e historia.
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