Su mirada al sector el Coironal del cerro Orolonco, lo hace retroceder 45 años, la mitad de los abriles que hoy transporta. Miro un pallet que cierra uno de los corrales y me instalo cómodamente, pues la historia se viene enjundiosa y en la mitad de la mañana de octubre baja el calor. Don Javier Contreras, desde el tiempo que lo conozco se remonta a los años mozos, en el sector Las Minillas, en el Putaendo interior. Sin embargo, ahora y de manera muy locuaz, va a la década de los ochenta, haciendo su vida en las quebradas de El Asiento. Ya ha dejado la crianza de pavos en los cerros del campo profundo y se encuentra de trashumante en el basto sector del Infiernillo.
Un juvenil muchacho de nombre Modesto Vargas, lo acompañaba en la aventura, el mismo que mientras conversábamos, hacia la mezcla de cemento para arreglar un comedero de cerdos. Se atropellaban en el relato, mas siempre la corrección última corría por cuenta del anciano de ojos verdes borrosos. Me cuesta ver el manejo de ese gran rebaño, pues la inmensidad de los potreros hace ver una hacienda de ganado de carácter totalmente extensivo, sin embargo, ambos insisten en que no les quitaban los ojos de encima, durante toda la jornada. Un ciento de gallinetas blancas y castellanas interrumpen el relato, aunque ambienta la ruralidad de la historia.
Los miro a ambos. Me hablan de casi medio siglo atrás, pero no veo que haya cambiado mucho el modo de vida. Un camino de campo, que ha escapado a la dependencia de la hacienda, a la mirada del patrón, a la ligazón del trabajo de inquilinos y obligaciones, y eso resulta notable. Almas libres que nacieron de esa manera, nunca supieron de relaciones laborales estrictas, en realidad sus aves y animales han sido sus demandantes. La mirada de Modesto nuevamente va a la montaña, indicándome “La Sombra”, un pique minero, que ha resultado trágico para una familia de la zona, con la muerte de tres hermanos.
Miro su campo actual y veo al menos quince canes, ubicados en diferentes rebaños, ahí entendí la manera de estos camperos, para manejar el ganado caprino en los senderos del Infiernillo. Las preguntas no se hicieron esperar, para que me explicaran el movimiento diario de las mil cabezas. Un potrerillo guarecía el ganado durante las tardes noche, esos días de invierno, unos balidos infinitos de las cabras llamando sus crías, entre la polvareda que levantaban las uñas partidas. Esa pezuña hendida las hacía escalar las roquerías con inigualable destreza, balanceadas por el espolón de la tracción, para el inconveniente de Modesto que sólo a través de sus perros pastores las hacía volver.
No lograba ubicar a Javier detrás del rebaño, pues sus actuales noventa años hacen difícil verlo en otra realidad. No obstante, sus cuentos de subidas y bajadas en quebradas profundas y escaladas a cimas del cerro, me hacen entrar en razón. Su seguridad y conocimiento de esos relieves alcanzan total veracidad, cuando al indicarme el cordón de la segunda estribación, que nuestra vista alcanza, me habla de las Serranías del Ciprés, que justamente estaban al otro lado de unas paredes de rocas, que nos hacían la referencia. La verdad emociona escuchar esa conversación, pues los cipreses de cordillera son arboles que pueden alcanzar los mil años de vida.
Gracias al recuerdo tan lúcido de nuestros protagonistas, nos hemos introducido en la Comunidad Agrícola Serranía El Asiento, conformada por familias campesinas que, en esos años que estamos describiendo, se dedicaban al pastoreo de caprinos, vacunos y caballares, además de la extracción de carbón y leña. Pequeñas vertientes bajaban de los cerros dotando de la humedad necesaria para la estrata arbórea compuesta principalmente por quillay, litres, espinos y pimientos. También formaban las aguadas que daban de beber a los caprinos de Don Javier, incluso nutrían la tóxica hierba loca, esa que provocaba en todo el ganado: mareos, ceguera e incluso la muerte.
En tres horas de conversación puede pasar un par de vidas, ordeñando y cortando leche para los quesos, moviendo piedras para la pasada del agua de bebida, observando unidades sociales en las vizcacheras o manadas de liebres en la época de reproducción. Una vez enrielada la conversación, no se hace necesario realizar preguntas, solo escuchar, admirar, dar consentimiento y solazarse con el pasado. Más bien los diálogos son entre Javier y Modesto, especialmente cuando vuelven a los ataques de pumas sobre la crianza de borregos. El primero de agosto del 2006 es publicado el Decreto 698 Exento, declarando Santuario de la Naturaleza Serranía del Ciprés, dejando en una condición intermedia el llano del Infiernillo, sólo con crianza de bovinos y equinos.
El sol ya pega fuerte, con tanto detalle entregado me puedo imaginar la “majada del Infiernillo”, aunque eran otros tiempos, los frutos de quirinca de los espinos eran los mismos y los ramoneos de baccharis o colliguaja. El ir y venir de Modesto al ritmo de los chivos desde el potrerillo a los altos del Coironal, dibujando crianzas eternas, conviviendo con la ruralidad de ese bosquete xerófito, de vez en cuando maravillarse con la mariposa gigante blanca del chagual, y también descansar sobre la piedra gastada de la aguada que baja. La emoción empieza y termina en los ojos transparentes de don Javier, quien detrás de un modo huraño y esquivo guarda la sabiduría de la ciencia rústica ancestral.
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