Sabado, 17 de Mayo de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… La tercera oreja

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Al escuchar algunos podcast he recordado uno de los radioteatros más populares de los años sesenta, especialmente en los ambientes rurales: “La tercera oreja “

Este radioteatro inundaba de misterio las tardes campesinas, nutriéndose muchas veces de las leyendas del campo y aumentando la imaginación e inquietudes de chicos y grandes, abordando aspectos religiosos, míticos, mágicos del bien y el mal, además de la figura siempre presente del mandinga.

La concentración era máxima, cualquier ruido aumentaba las pulsaciones, un viento era tormenta y el aullido de un perro podía desencadenar una presencia sobrenatural. El campo necesitaba misterio y las voces de los narradores se lo daban.

La verdad, ni siquiera me preguntaba la razón del nombre, simplemente era un apelativo propio más. Pero había una razón, que muy bien lo explica el filósofo de nuestros tiempos, Gastón Soublette Asmussen, refiriéndose al cacique Quilapilún, cuyo nombre lleva un particular cerro rocoso ubicado entre Colina y Polpaico. Un camino que frecuentemente recorremos, una historia que deberíamos conocer, una época que nuestros antepasados del valle palparon, escalaron y se desangraron en algunas batallas. El cacique, (Quila: tres, Pilún: oreja), poseía una aptitud psíquica, capaz de oír a distancia o percibir del ambiente, lo que los demás no estaban capacitados para realizar.

Ahora comprendo que esa “tercera oreja“ era capaz de rescatar los misterios del territorio, nuestros miedos, la presencia de pequeños duendes, los gritos desgarradores de aves nocturnas, apariciones en bosques oscuros o ruidos inexplicables. En psicoanálisis, se habla de este término para designar la habilidad de interpretación del analista, de esa manera descubre, en las palabras del paciente, aspectos que no serían evidentes a un oyente inexperto, con dos oídos normales. Así caminó Quilapilún, erguido en su sapiencia,  interpretando dones ocultos quizás recibido de sus ancestros, para guiar a su pueblo.

Los relatos nocturnos, a la luz de la vela o bajo lumbre de un tubo con mecha impregnada en alcohol de quemar, uno rojizo transparente, erizaban los pelos. Era un equipo de actores de radioteatro, cada uno con sus papeles, con electrizantes sonidos y música ambiental de misterio. Leyendas adaptadas, no había videos ni streaming, y cada sonido era un murmuro en la penumbra, que azotaba experiencias, en los lejanos pueblos de la zona central, norte o sur. El golpeteo de los cascos de caballos, sonaba claro y verídico, el rechinar de la carreta, continuo, lastimero, eterno, y las voces de segundo plano, inentendibles, agudas, roncas e inquietantes.

Las experiencias de Gastón Soublette han pasado a ser verdaderas leyendas. Hace unos treinta años subió al monte Quilapilún junto a dos acompañantes y durante muchas horas tocó la quena con temas del norte, esperando el eco, que debería producirse, desde los farellones que tenía al frente en el monte Riscos Colorados. Era una aventura extraída de encuentros de magia musical, en un desierto de Rusia, torneos anuales, donde destacados músicos concursan y ganan cuando hacen vibrar el farellón, y la música se devuelve inmediatamente, en su totalidad. Era tal la decepción que, en la penumbra bajaron al lugar, donde habían dejado el vehículo. Se estremece al relatar que, en ese instante, alrededor de dos horas después, los tres lograron escuchar la melodía completa. Los Riscos Colorados acompañaban el misterio del Quilapilún.

No dejo de mirar el cerro Mercacha, acá en Los Andes, tantos misterios, lleno de historias, quizás el cacique Quilapilún algún día se reunió con nuestros aborígenes, esos que construyeron la Huaca Solar, los que piedra a piedra levantaron los murallones eternos. Hace algunas temporadas en el programa radial “Sembrando letras”, se revivieron capítulos de la “Tercera oreja”, mas creo que los relatos de hoy deberían ir a los orígenes, como los espíritus tutelares del cementerio de túmulos en “El paso del buey”, en la hacienda Chacabuco; los azarosos caminos entre Paramillos, Uspallata, y el valle de Aconcagua, trayendo minerales preciosos para procesarlos o las apariciones del jinete descabezado en la epopéyica ruta del tren transandino.

Gastón Soublette sentía el viento golpear fuerte su cara, sin dejar de sacarle notas a su quena, demostrando su acabada técnica musical, su mirada fija en los farellones de Riscos Colorados, era interrumpida de vez en cuando por tres cóndores que asistían al concierto. Tuvieron que pasar veinte años para encontrar una segunda incursión en la cumbre del “Tres orejas”. Algo le susurraba que también sería especial, sin duda esperaba el eco de los desiertos de Rusia, el diálogo amigo con los riscos, la devolución de las melodías multiplicada por mil o suavizada con el raco. Pero nada de eso ocurrió. Sin embargo, las súplicas al cacique le tenían preparado algo diferente, único, intrigante y misterioso. Su amigo en la inmensidad de la altura, con lágrimas en sus ojos y escalofríos en el cuerpo, sin pensarlo, logró desdoblar su cuerpo. Quilapilún lo había hecho de nuevo…

Década de los sesenta, 22:30 horas: una música de misterio iniciaba la narración. Los contertulios a la luz de las velas miraban un techo de vigas de álamo y paredes raídas de adobe. El golpe de una ventana semiabierta ayudaba a ambientar el capítulo, titulado “La manda”. Nachito, un niño de 6 años, era desahuciado por leucemia. Su madre Carla, cansada de tanto rezar, se encomendaba a “Montesinos”, una animita de la calle, llena de velas. Sabido es que estas ánimas del purgatorio, necesitan muchas oraciones para purgar sus pecados y son muy cobradoras, con sus favores.

 Una tormenta de aquellas sellaba la solicitud. El rostro de Montesinos, en una foto afirmada en la pared, penetraba con su mirada a Carla, haciéndola reaccionar con temblores involuntarios. Esa misma tarde recibía un nuevo reporte del médico tratante … Los caballos relincharon en la pesebrera y una extraña ráfaga de viento ingreso a la habitación, dejándola completamente a oscuras, junto a la radio a pilas en silencio, mientras los contertulios inquietos, quedaban confusos entre el relato y la realidad.


 
 
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