Apenas una huella llevaba donde doña Serafina, en los campos pasados de Rinconada, en las cercanías de Mina Caracoles. Inviernos rigurosos rompían cárcavas coloradas de arcillas añosas y se perdía a ratos el sendero, sólo era guiado por el humo incesante del angosto tubo que hacía de chimenea, en la pieza anexa a los muros de adobe, que constituía la cocina. Esa sección indispensable y central de la morada campesina.
Unas pisadas de ojotas, los cascos de un zarco tordillo o lo que fuere, todo confluía a la cocina de Serafina, la de indescriptibles sabores, la de conversaciones eternas, paredes resquebrajadas, hollines de siglos, goteras insistentes, humos embriagantes, leña húmeda, caldero silbando un hervor y el brasero con carbones incandescentes. El frío exterior llegaba hasta el dintel, y un desayuno abrigador recibía al comensal, pues siempre la mágica tetera negra llenaba cualquier ansia.
Dos rumas de leña del alto del techo de la cocina se alzaban a unos 10 metros de distancia. Eran ramas enteras de árboles cortados de bosques de cerro y transportados en ejes de carreta o en coloso si el patrón lo disponía. Juan Rojas subía la quebrada en octubre, en sus alforjas llevaba tortilla de rescoldo, queso de vaca amarillento, un machete y hacha afilada. La corta de leña verde quedaba secándose hasta marzo, para ser llevada hasta la casa, donde se picaba día a día.
Miles de teteras de fierro fueron traídas al valle por el “Emporio Económico”, local icónico de Los Andes, una de ellas se fue a la cocina de Rinconada, la que lentamente fue cambiando de aspecto, adquiriendo la personalidad que Serafina fue imprimiendo. El humo de leña y carbón provocó diferentes fenómenos: un azabache característico, un sonido amigable de cataratas, sensaciones de embrujo, llamado de ancestros, complicidades nocturnas y abrazo familiar.
El campo sudamericano va y viene en torno a la cocina. Fuegos criollos centrales nublan el ambiente, provocando sensaciones de embriaguez que la familia disfrutaba desde el amanecer a la cena. Si bien los huevos revueltos del desayuno animaban los espíritus, eran las conversaciones de noche, las que desarrollaban la imaginación, cuando Juan Rojas, a la luz del fogón y las velas, declamaba inquietantes leyendas, miedos que sólo el sorbete del mate podía aplacar, infusión alimentada por el incesante borboteo que producía la tetera negra.
Desde Santiago llegaban familiares desde diciembre a febrero, parientes que se iban turnando, para disfrutar las aventuras de Rinconada de Los Andes, la comuna huasa, de cerros empinados, frutales dulces y caminos de ágatas. Juan y su trabajo campestre, con caballos y aventuras de tranques y potreros, encantaba en sus quehaceres diarios, llenos de pasión para los sobrinos capitalinos. Sin embargo, era la tía Serafina que sin moverse de su cocina embaucaba el alma de los parientes con saberes y sabores que volaban entre humos y vapores.
En los años 60, los paisajes vírgenes de Rinconada eran inagotables, de manera que los paseos de verano fueron madrugados. La cocina campera hervía ollas y tetera desde las 6 de la mañana la ordeña era manual, los huevos de las gallinas criollas se habían recogido el día anterior, el manjar blanco también era muy fresco, lo mismo que los quesos blancos. Juan ensillaba un tordillo de gruesas crines y salía a cambiar de potrero unos vacunos del fundo desde El Recreo hasta Bucalemu.
Los domingos de verano solían ir a los cerros de Auco. Se acercaban en carretela y subían en familia por el borde de quebradas, donde se atravesaban grandes liebres, sigilosamente observadas por los tucúqueres del sector. En una aguada de vertiente preparaban el almuerzo. Unos conejos escabechados hacían el plato fuerte, ensalada de tomate de la chacra con cebolla pascuina y ají putamadre. Juan no perdonaba un té de choquero con hojas de durazno, mientras que Serafina llevaba su tetera negra para cebar los mates, que eran muy bienvenidos en las amenas conversaciones con sus compadres.
Campos del 1.900, de aguas prístinas de vertiente, donde los humos del brasero contaminaban el exterior de la tetera y mantenían incólume los líquidos internos, para salud y deleite de doña “Sera” y los suyos.
Eran los tiempos en que Serafina, siendo muy devota, nunca se imaginó que algunos años más tarde se erigiría el Santuario de Auco, que la llamada Hacienda Rinconada sería un condominio y no un fundo, que las briscas campesinas se transformarían en un Casino Internacional.
Lo que no ha cambiado es el camino de campo, que serpentea entre maitenes y cercos, los que inevitablente llegan a la chimenea de alguna doña “Sera”, que anuncia humos de cariño, fuegos de misterio y borbotones de la eterna tetera tiznada.
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