La tropa mulera ya no cabalga como antes, en el campo andino. Se ha detenido ese paso seguro y en la vuelta de la loma los arrieros de media falda no divisan las orejonas. Don Ernesto recuerda otros tiempos cuando en el campo del 1900 relinchaba pleno en las veranadas de cordillera, en las caballerizas de la Escuela de Alta Montaña y donde el burro yegüerizo era amo y señor en los criaderos camperos.
Las costumbres han variado en este lado de la cordillera, sin embargo, al cruzarla y bajar el límite, podemos ver como los gauchos del oriente suben y bajan con tropillas cargadas de víveres y mochilas, acompañando los senderos del Aconcagua. Sus cunas están en la localidad de Uspallata, donde la cultura de las mulas está lejos de acabar, más bien, se preparan las praderas y corrales para seguir multiplicándolas.
Los campos andinos, esos trabajados en caballos y mulas, se han ido extinguiendo en los últimos 50 años. Los paisajes que se empinaban en los cordones de los cerros muy bien montados, han dejado la huella, para convertirla en un ancho camino vehicular. Las praderas que alimentaban las bodegas llenas de fardos han cambiado a erguidas nogaladas. Los esteros que aseguraban unos buenos ramales de riego, se han sumergido en escuálidas napas y el corazón del huaso del valle, ha privilegiado su deporte corralero.
Así y todo, don Ernesto se niega al cambio cultural, a dejar sus veranadas, a no sentir el delicado susurro de sus bestias. Corrales enclavados en la garganta de la pendiente, guardan sus mulares antiguos, la herencia de padres y abuelos, el paso firme y seguro en hielos de la montaña, la serenidad al enfrentar un silente puma de ojos cazadores. Sigue montando su jumenta mulata, la que no se inmuta al marchar cerro arriba montada y guiando cabrestos por ambos lados.
Orgulloso nos indica el corral de su barroso yegüerizo, el macho cariblanco de alzada superior, el que dejó sus congéneres para cubrir entusiasta las yeguas del corral y algunas de los vecinos en escapadas nocturnas. Criado amamantando de la yegua inscrita, fue tempranamente improntado para conseguir el objetivo. Don Ernesto manifiesta que una vez cubierta la primera yegua, jamás se detendrá para montar una burra, aunque los guiños naturales se lo propongan.
Las bondades de la mula, las describe como con un deletreo, para que quede claro, sube y baja los cerros de media y alta montaña, alcanza profundas quebradas para recoger los borregos perdidos, mantiene la calma ante el rasante vuelo del águila mora, apenas se encabrita con el sonido seco del desplome de nieves eternas al interior del Juncal, y su marcha no decae al mirar el entusiasmo inacabable de don Ernesto. Ni la noche más oscura la amilana.
Mientras los gauchos brasileños engalanan sus mulas y grandes criaderos se muestran al mundo (@muladeirosforadebase…), la mirada de nuestro país es muy diferente, a pesar de ser un país cordillerano. El estado casi no recuerda el paso libertador con 13.000 mulas, desde la zona cuyana y el ejercito no robustece su pie de cría de la tropa andina. El silencio del avance nocturno para amanecer y sorprender en Chacabuco no ha sido suficiente y muchos aperos han quedado en húmedas y moribundas bodegas.
La historia las descubrió mucho antes de Cristo, en los salvajes territorios de Asia, en las cruzas naturales de burros y yeguas, pero Jacques Bojault dijo “si la mula no existiera, habría que inventarla”. Don Ernesto concuerda con este pensamiento y aclara que hay mucha diferencia entre la mula y el burdégano, siendo este último producto de la cruza manejada entre un potro y la burra. Recalca que la mula reúne las ventajas de ambos progenitores, fuerza, sobriedad, constancia y valor.
Quizás los 3 mil años de historia no se perderán. El relincho del barroso cariblanco, cuando la caballada de Montenegro sube con sus ovejas y pasa por Los Chacayes, algo quiere decir, pues no es un rebuzno callado. Grita recordando las tropas que bajaron desde el Alto Perú con los incas conquistadores. Grita también transportándose a las gimientes y frías noches del tropel libertario.
Y también grita por esas madrugadas de sus progenitores, que alegres subían año a año con los viejos arrieros andinos que le dieron identidad, patrimonio y fuerza a nuestra tierra andina.
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