Viernes, 26 de Abril de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Oño Juan de la Cruz …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Puede que esté tratando de salir del purgatorio, aunque él decía que se iría derechito al cielo. Quizás en que pasos anda, pero lo que si estamos seguros es que don Juan de la Cruz, representa en toda su expresión al campesino del 1900. Ese acampado de a caballo y “aperrao”, el pícaro de las ramadas y el madrugador de la pala al hombro.

Hablamos del campero de San Vicente, el que llenó los silos del fundo, que acorraló los novillos que bajaban de la cordillera, que bebió el agua pura de las vertientes y vio el amanecer afirmando su cabeza en una montura. Decía que, al dormir en los cerros cuidando el ganado, lo acompañaban sus chocos, que gruñían al más mínimo movimiento. Así los pumas y zorros no podían acercarse. Sólo el mandinga le pellizcó los pies en una noche cerrada y con algunas grapas en el cuerpo.

En el año 40, no se pensaba en el colegio, ni siquiera se acercó a las aulas donde la señorita Sumara enseñaba a un puñado de niños. Los números llegaban de la experiencia y algunas letras se acercaban en el camino de la vida. Los trabajos se iniciaban a edad temprana, la pala del riego fue su amiga desde pequeño, los galopes en pelo para rodear las vacas y el filo del hacha para la leña de la cocina.

De niño era bueno para la honda y los huachis. El conejo era un alimento importante en el campo. Los palitos de onda u horcajas de diferentes especies de arbustos y arboles eran trabajadas verdes y pasadas por fuego para darles forma y firmeza. Los alambres delgados, negros y brillantes se trenzaban e iban a una estaca de fierro o madera. Las armadas de lazos eran en las tardes y de madrugada se recorrían, sacando los conejos que aun no se llevaba el zorro o el peuco.

Nacido y criado en El Pedrero, sus padres Polín Martínez y Ana Pizarro, arrastraron la herencia de trecientos años de encomiendas y haciendas, mas fue su generación que pudo quebrar y cambiar la mano del campo. Junto a su señora Martina Salinas entraron en la historia con parcela y casa esquina propia, producto de la Reforma Agraria. Etapa muy difícil, donde el mundo campesino no estaba completamente convencido, ni preparado.

Sus padres vieron nacer, en 1905, los silos que aún subsisten de la hacienda San Vicente Ferrer. La aptitud ganadera del sector hizo que Juanito creciera a partir del año 1937 al pie de la vaca. Doña Ana amarraba su cariblanca huesuda al tronco de una patagua donde la ordeñaba temprano, para lograr una receta especial al desayuno de sus hijos. Copa alta con leche de apoyo, una cucharadita de aguardiente y una de azúcar.

Ya de grande, trabajó su parcela con hortalizas y pasto para sus caballos. Sin embargo, eso nunca fue suficiente, de manera que estuvo muchos años al lado de Carlos Vallejos con sus negocios de campo y con don Jorge Ruiz, quien con su trabajo del banco lograba bregar con un packing de uva de mesa para exportación. Las canas de don Jorge, las encontró precisamente en las complejas labores de la agricultura.

De las muchas fiestas campesinas que existen en las costumbres chilenas, siempre su preferida fue la “trilla a yegua suelta”, que hace 50 años era una necesidad. El trigo y los porotos eran aventados al carecer de la suficiente maquinaria y con el tiempo pasó a ser una de las fiestas de mayor colorido y asistencia. Ya fuera dirigiendo las yeguas adiestradas o de horquetero, don Juan Martínez demostraba todas sus dotes ganaderas.

Doña Martina fue muy importante en la familia. Don Juan partía a las veranadas durante largas jornadas, llevando con el tiempo a su hijo “Tosco”, heredero de todas sus condiciones de hombre rudo en las batallas de cría y esquila. Así recuerda unos nevazones de abril, donde los rucos de piedra abrigaban sus cuerpos y los mostos su alma.

Un febrero nublado del 2021 le dice adiós a “Oño Juan de la Cruz Martínez “, un duro del campo chileno, el que disfrutó las costumbres de la Hacienda y la Reforma. Los silos de San Vicente aún siguen ahí parados, los afanes de veranadas también, mas el recuerdo de una vida llena la hará, seguro que sí, para todo El Pedrero, imperecera.

 


 
 
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