Sector Condoroma, calle Tabolango. Un letrero en una desteñida tabla anunciaba la actividad señera de los campos antiguos: “Se componen huesos “, un oficio que hoy tiene pomposos nombres y se estudia en la educación superior. Nuestros antepasados, a puro talento, descubrían todas las imperfecciones que algún trauma provocaba en nuestro esqueleto, para llevarlo a su única y correcta posición.
Las zafaduras eran su especialidad, con mucha pericia sobaban el sector y con precisión pegaban el estirón para dejar todo en orden. Ese viejo tablón da cuenta que el oficio en aquel sector acampado de Los Andes se quedo en el pasado y las fracturas y torceduras del alma, son dolencias que ahí permanecen.
Virginia Devia, hija de doña Luisa, procedentes de los campos de Melipilla, quebraban el empacho y santiguaban. Una cinta roja en la guagua no podía faltar, una calita de cardenal para la estitiquez tampoco. Los rezos inentendibles en tono y velocidad hacían en ellas una habilidad única e imprescindible en los fundos y pueblos del 1900.
Aún viven “Los Tapiales” en los sectores campestres de nuestro Aconcagua, donde quiera que vayas fuera de las alamedas te encontraras con esa actividad, ya sea en Curimón, El Llano, Valle Alegre o Rinconada de Silva. Esa tierra de ladera de cerro ha juntado por centenares de años las gredas pegajosas a la espera de manos y piernas campesinas que desde la Colonia amasan con firmeza los muros que sustentan la arquitectura que amamos.
Actualmente en el sector El Pino, camino Tocornal, se pueden ver los moldajes que apisonados forman los murallones que pintan las acuarelas costumbristas del maestro Raúl Pizarro Galdames, en un rincón de Putaendo.
Uno de los caminantes de los campos antiguos eran los “yerbateros “, quienes ofrecían las plantas medicinales frescas o desecadas, de manera que los principios activos, emergían en posteriores infusiones.
En la zona la congregación jesuita estaba muy desarrollada, al contar con el apoyo de la botica de Santiago, implementada en el Reino de Chile, hasta la expulsión de la Orden en 1767.
Esos genes antiguos se presentan hoy en Paidahuen, donde la doctora Marcela, cultiva, macera y extrae los principios farmacológicos que condensa en milagrosas cremas.
Luis Garrido se negaba a trabajar en la hacienda, sin embargo, era vital para el sistema acampado en que se desarrollaba la producción a mediados del siglo pasado, de manera que, en forma independiente, pero viviendo en el fundo atendía los pedidos de futres y campesinos.
Se “horman sombreros” rezaba un pequeño letrero sobre una puerta de lata ubicada de manera perpendicular a su entrada, haciendo una especie de cortaviento. Vivía y tenía su taller al lado de la casa de su hermano Juan Ignacio quien, si era empleado del fundo, todas las mañanas se hacia sentir su inconfundible voz al gritar el agua de bebida que, en un sistema de cañerías, proveniente de una noria, alimentaba a tres casas distanciadas alrededor de unos cien metros y que cuando se ocupaba en una, no salía en las otras dos. El sistema funcionaba, pero no para él, pues su genio lo traicionaba.
Era un maestro de maestros en la horma de sombreros, le traían una chupalla aplastada e igual la dejaba con vida. Los sombreros de huaso del Toño Cartagena, del Capataz Ramón, del patrón Werner, pasaban un par de veces en la temporada por su taller, donde antiguas planchas y un vaporizador de ingenio transformaban los paños en elegantes prendas.
Inconfundible su pinta en las salidas dominicales, sombrero de caballero, ala corta, verde oscuro, lentes de sol, cigarro sin filtro en los labios y una entonación producto de la bebida del almuerzo, que lo transformaban en un personaje de novela, para ese campo lento, pero lleno de vivencias.
Luis Garrido, en la dimensión que estés, un homenaje con cariño, a tu vida y oficio en la Hacienda Las Palmas, Leyda.
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