Década del 60 y el hacer pan en los fundos de antaño era toda una ceremonia a lo menos dos veces a la semana, para llenar el canasto encantado, lleno de paños que envolvían ese alimento principal en las dietas de la época. Con huevos a la copa al desayuno, untando el centro del osobuco al almuerzo, tostado con mantequilla en la once y picando con salsa de ají esperando la cena.
Sirenas de gallos anunciaban el amanecer, tiempos idos donde los madrugadores campesinos preparaban sus aperos de labranza, bueyes y arados de palo para multiplicar esas simientes de trigo que crecerían en condiciones de secano. Se cosechaban a guadaña y echona para apilar las gavillas y amontonar en la era, a la espera de la bendita trilla. Aventadura y ensacado para destinar a ese molino cercano, donde don Lucero convertía en harina blanca y morena, a través de esas cribas, cernidas por la fuerza del agua que bajaba del monte andino.
El tío Pancho, ya pensionado, se ocupaba de partir la leña para la cocina y el brasero, pero principalmente para prender el horno de barro tradicional, hecho con ladrillos, sin tambor, puerta delantera y lateral. Piso también de ladrillo, y viejas tapas de latas con sacos paperos mojados, a modo de puerta principal. Partían temprano en el cerro buscando arbustos de romero o chilca para preparar la escoba de ramas con que sacarían las brasas del horno con destino al rescoldo. Un par de horas y todo dispuesto para que su hermana Raquel, iniciara el ritual de hornear el pan.
Tabla de amasijo heredada, con receta y todo, blancas manos soban la mezcla de harina, agua, aceite, sal y grasa, formando esa masa madre que fructificará en un par de horas para forjar los bollos, que serán las delicias de familia y visitas. Harina para unos 50 panes, tres cuartos de agua en proporción, gramos de sal y levadura necesaria, en mezcla y amasado hasta lograr la materia lisa, para luego incorporar la manteca y volver a amasar hasta que todo se integre.
Manos trabajadas eligieron del bosque ese palo preciso que se convirtió en hungunero, largo y arqueado en punta, para arrastrar las brasas y ubicarlas estratégicamente para que siguieran calentando o bien directamente al rescoldo, porque muchas veces había una gran tortilla, que la tía escondía bajo las ascuas que seguían ardiendo y se incrustaban en la masa mágica de sabor inigualable.
Masa reposada, por unos 45 minutos y a la tabla para el uslero, cilindro de madera y mangos que sobrevivía de manera eterna, colgado en un clavo oxidado en la cocina de campo, quizás conservado en humo, como una materia momificada que desafiaba el paso del tiempo.
Amasado y ulereado, se venía el gesto técnico para en cosa de segundos formar el pan, ninguno igual a otro, pero con el mismo sello, que finalmente los uniformaba, a excepción de ese regaloneo especial, el pancito de forma de palomita, para los más pequeños de la casa.
Pañuelo en la cabeza, llegaba la hora del horneo del pan, todo listo con la temperatura y barrido del horno, distribución de los panes en la pala de madera y vamos ubicando en esa loza radiante de calor. Una vez lleno el horno se tapaba la puerta con viejas latas y sobre estas unos sacos de osnaburgo, reciclados de envases de papas muy bien mojados, los que se afirmaban con cuñas de madera. El secreto de la tía para abrir el horno y sacar las delicias listas, era fumarse un cigarro, tiempo suficiente para alcanzar el horneado.
Podía estar lloviendo o caer los “patos asados “, pero la audiencia en esa función estaba asegurada, pues nadie se resistía a partir un pan caliente y ponerle esa mantequilla que en la mañana se había fabricado con el “apoyo “de la vaca clávela.
En un libro “El pan en Chile “, de la familia Ferren, se analiza y describe este gran producto, pero más que nada se hace un merecido homenaje al amasado en sí y a toda su gente que realiza el trabajo.
“El pan nutre, anima, complace, inspira, reúne, satisface. Se comparte. Sobre todo, evoca recuerdos. El pan es tan simple... Ahí está su belleza y su maravillosa capacidad de simbolizar “
Se marcharon los bueyes...el arado tradicional colmó los museos...pero el amasado no muere, como tampoco el recuerdo incrustado en el alma andina del Palao Tamaya, con sus bollos del barrio Centenario antiguo...
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