Es de suma urgencia saldar la deuda en salud mental en Chile. Según las estadísticas, son los jóvenes y los adultos mayores los que encabezan estas cifras. ¿Pero qué hemos hecho como país? Poco. Estamos al debe si se considera que sólo un poco más del 2% del total del presupuesto de salud está destinado a temas mentales, dejándonos muy por debajo de lo que recomienda la OMS, que es de al menos un 5%. De hecho, estamos entre los países de la OCDE con menor inversión en esta temática, muy por debajo del 9% que invierten las naciones con mejores resultados.
Chile es un país que no tiene buenos indicadores en salud mental. El estrés y el exitismo nos llevan a una vida violenta. Más de 220 mil personas en el país sobre los 18 años han planificado su suicidio y más de 100 mil reconoce que intentaron quitarse la vida, según se desprende de la Encuesta Nacional de Salud. No hay una convivencia armónica y eso se siente. Incluso es el mismo cuerpo el que dice: detente, conversa, cuídate. Pero hoy no es muy bien visto. Al contrario, es considerado un signo de debilidad, de falta de fortaleza para enfrentar las dificultades de la vida. Entonces comienza un círculo vicioso de pastillas, de ocultamiento para que el otro no piense mal.
El problema reside en las disparidades y falta de oportunidades en salud mental. Quienes cuentan con más recursos pueden acceder oportunamente a médicos, psicólogos o alguna red de apoyo que les permita sobrellevar la situación. Sin embargo, en contextos de exclusión social se hace evidente la carencia de este tipo de ayuda.
La evidencia disponible sobre los beneficios transversales de la inversión en esta materia es contundente. Requerimos de una política pública robusta, pertinente y sustentable en el tiempo, destinando al menos el 5% del presupuesto de salud pública a la salud mental, para de esta forma financiar servicios de prevención, promoción y tratamiento, desde una perspectiva de derechos que mejore la calidad de vida de las personas y sus familias.
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