Lunes, 19 de Mayo de 2025  
 
 

 
 
 
Opinión

Costumbrismo Rural- Los juegos de la cuadra

Por Sergio Díaz Ramírez, Ing. Agrónomo Eco granja Parque Cordillera.

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Cinco kilómetros de camino a la Escuela Rural de Campos de Ahumada, tropiezos de sueño en la ida hasta llegar a destino, salas compartidas con diferentes niveles de alumnos, era lo normal. Hora de clases, silencio estricto, respeto al profesor, campana de recreo y pelota de trapo al aire. Dos chalecos por lado conformaban los arcos, las zapatillas eran los bototos u ojotas de neumáticos, dedo duro para el puntete, huesos fuertes en la trancada, así se disfrutaba del fútbol en aquella escuela, que enseñaba a juntar las letras con un silabario y los números en el ábaco.

El regreso a casa, una aventura. El doble de tiempo que la ida, bolsón de cuero al hombro, honda para cazar pajaritos en frente, inocentes chincoles, diucas y chercanes, pagaban la diversión. También se hacía dedo en un camión de ganado, una bicicleta o carretón tirado por caballos.

Alguna vereda, donde fuere, se encontraba grabada con tiza blanca, unos cuadros que servían para saltar coordinadamente, según una secuencia de números, en un juego denominado “luche”. Una caja de pasta de zapatos vacía con algún peso adentro bastaba para ir avanzando a pata coja, al tirarla en los diferentes rectángulos, hasta llegar al último, llamado “cielo”.

Sin duda el icono era “el caballito bronce”. Juego de niños y jóvenes, donde varios participantes se agachan, uno detrás de otro, y se agarran con firmeza, y los demás saltaban sucesivamente a sus espaldas, tratando de derribar al grupo, antes de que la cuenta llegara a un número determinado.

El “corre la guaraca”. Una ronda de participantes agachados sin mirar atrás, mientras uno corría agitando un pañuelo y cantando el nombre del juego. Sutilmente se dejaba caer el pañuelo en el sitio de otro participante, tratando de que no se diera cuenta. Junto a las “escondidas” eran juegos que, en el despertar de la adolescencia, servían de sonrojadas conquistas.

Canicas o bolitas de piedra, polca, cristal…catre. Se adquirían en unos pequeños sacos, desde donde iban al bolsillo reforzado por la Singer de la mamá, para divertirse en variados juegos como hachita y cuarta; tres hoyitos; trolla; con pepe. Manos muy sucias, rodillas gastadas, risas en la victoria y muchas veces llanto en la pérdida, eran las consecuencias de uno de los juegos más populares de la época.

Trompo de madera sólida, baila que baila, según la cuerda hábil del tirador, según el suelo parejo del corredor, según la calidad y seguridad de ese brazo, que lo tira al suelo, al aire y era capaz de partir otra paipa en el juego de los carnudos.

Otros juegos más menos similares, al jugarse con un balón, generalmente de plástico era “el alto”, “las naciones”, “el tombo”. Se jugaban con las manos, mucha agilidad y velocidad en las cortas carreras. El jugador se denominaba con el nombre de un país, y esperaba que lo nombraran, para atrapar la pelota, lanzada al aire en el primero de ellos. El segundo consistía en quemar al equipo contrario, golpeándolo con el balón en alguna parte de su cuerpo y el otro un símil al béisbol.

“La pata del burro”, singular juego, donde un participante se colocaba apoyado en la pared y otro se agachaba, poniendo su cabeza en la entrepierna del primero, formando una especie de caballo, alrededor estaba el resto de la muchachada. La persona de pie dirigía el dialogo, anunciando las pruebas como “las hormiguitas, buscan comida”; “a la aceitera”; “a la panadera” y finalmente “la patada del burro”, al que le llegaba debía reemplazar al agachado. Las hormiguitas buscaban comida, pellizcando la espalda y la panadera y aceitera golpeándola con las manos abiertas y a veloz ritmo.

Los más grandes, eran los habilidosos de la “payaya”, en una mano se toman cinco piedras como bolitas, pero planas, se lanzan hacia arriba para recogerlas al vuelo con la palma hacia abajo. Después hay que repetir la operación dejando caer cuatro y lanzando la que reste. Mientras la pieza está en el aire, hay que recoger las otras cuatro, sin perder la que nos quedaba. Juego de reflejos y agilidad.

El “pillarse”, “paco y ladrón” y “la pinta”, otros juegos característicos de los niños y jóvenes de esos tiempos lindos.

La bonita de la cuadra, la campeona de “la del diez” o “la figurita”, lanzaban una pelota contra la pared, para que diera botes con una secuencia ordenada. Si la pelota caía al suelo, se perdía el turno, retomándolo, cuando a las compañeras les ocurría lo mismo. Los movimientos eran: diez con mano abierta; nueve con palmas juntas; ocho puños juntos; siete una mano empuñada; seis por detrás de la espalda; cinco aplaudir y dar bote; cuatro palmas abiertas de abajo hacia arriba; tres de espaldas a la muralla; dos con la parte baja del puño; una dándose una vuelta completa.

Caía la noche en la temporada veraniega y se hacía infaltable “el corre el anillo”, donde los amigos se sentaban con las manos semiabiertas, simulando haber recibido un anillo que otro niño, con las palmas de las manos unidas, pasaba de mano en mano, hasta depositarlo en alguien que deberá guardar el secreto. Un elegido del grupo se ponía de pie y adivinaba quién tenía el anillo, si fallaba había que dejar una prenda y recuperarla bajo penitencia. De adivinar le tocaba correr el anillo.

Se llegaba extenuado a la casa, después de varios gritos de llamada de la mamá, alguna cena, con suerte un baño rápido y antes de dormirse, aún seguían las ganas infinitas de seguir jugando. La inventiva perduraba y si no eran los camiones de madera, el “run run”, realizado con los botones del abrigo elegante del abuelo.

Y, así, daban los últimos sonidos de la noche.


 
 
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