Como pocas veces en nuestro país, la ausencia de un acto conmemorativo de la proclamación de Independencia, datada el 12 de febrero de 1818, ha reanimado la antigua, pero soterrada, reflexión en torno al sentir patriota de nuestra nación, empero exacerbado con un día festivo, actos multitudinarios y/o celebraciones oficiales que recuerden las gestas que posibilitaron la emancipación de la Corona Española en los inicios del siglo XIX.
Basta con recordar y hacer notar que la celebración de dicho día fue despojada por el gobierno de Joaquín Prieto en los albores de 1837 (8 de febrero), quien haciendo eco de las prerrogativas de los gobiernos municipales (encargados de financiar los actos oficiales), como también del clero y los grandes hacendados, decide fijar solo una fiesta durante el mes de septiembre (conmemoración de la 1º Junta Nacional de Gobierno), debido a que en dicho mes se preveía una celebración transversal, de carácter doctrinario (nacional) y, sobretodo, sin afectar el inicio de Cuaresma y las arcas fiscales {esencialmente del cabildo de Santiago} como ocurría durante el mes de febrero; fecha en la cual, las zonas rurales se encontraban en plena cosecha agrícola.
Explícitamente, se pregona un “querer educar” al chileno, del mismo modo que se proyecta un simbolismo nacional a través de una festividad que convocase a todos y a todas sin reparos ni mayores cuestionamientos. Se apela a la cohesión y al sentir emocional. A aquello que aúna y posibilita ser parte de un colectivo. Si bien desde la imposición y el ordenamiento que, según la élite, necesitaba el país, mediante una festividad cívica que propendía al orden y a la reglamentación, siendo la hoja de ruta durante los decenios conservadores de la primera mitad del siglo XIX.
Ahora bien, en perspectiva histórica, vale preguntarse qué tanto persiste de aquello y/o qué tanto ha cambiado la situación país respecto del contexto en el cual, mediante la lógica de construcción nacional, se superpuso el 18 de septiembre en desmedro del 12 de febrero. Hasta qué punto el Estado chileno, en la actualidad, ha logrado despojarse en conciencia y poder de acción, de aquellos conservadurismos que impiden visualizar la existencia de una sociedad en su conjunto, como entidad política y moral capaz de discernir a través de una nueva constitución. Hasta qué punto el Estado y su institucionalidad prevé al ciudadano, en el siglo XXI, como un ser al cual se le debe adoctrinar pues no cuenta con las herramientas necesarias para hacerlo por sí mismo. Hasta qué punto, y he aquí lo fundamental, se opta por el disciplinamiento y la educación bajo supuestos y connotaciones utilitaristas y dispuestas para el funcionamiento del mercado en desmedro de un foco que privilegie el desarrollo integral de los sujetos.
Por lo anterior, creo que debemos reflexionar, al igual que se hace en torno a la conmemoración del 18 de septiembre {y no del 12 de febrero, el 5 de abril (Batalla de Maipú), o el 4 de julio (1º Congreso Nacional)} sobre los efectos y las persistencias que se han construido hasta la actualidad, y el impacto que ello conlleva a través de la proyección del corto y mediano plazo. Más aún, si a través de dichas reflexiones descansa un espíritu crítico frente al desarrollo de las cosas.
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