Cada diciembre pareciera que el aire se vuelve más pesado. No solo por el calor de los primeros días de verano, ni por los atochamientos en las tiendas, ni por la combinación de cierres laborales con las compras navideñas y la euforia de año nuevo. Hay algo más profundo y silencioso que se activa en nosotros: una sensación de que debemos rendir. El fin de año se convierte en una especie de juez interno que revisa lo que hicimos, lo que no alcanzamos, y lo que supuestamente deberíamos haber logrado.
La mayoría de las veces reducimos el “estrés de fin de año” a un exceso de trabajo. Y es cierto: en muchas instituciones chilenas diciembre es sinónimo de informes, evaluaciones, incertidumbre, metas urgentes y decisiones que se arrastraron durante meses. Sin embargo, si solo miramos la carga laboral, perdemos de vista algo esencial: que el desgaste emocional no proviene únicamente de la agenda, sino también de los mensajes que nos damos a nosotros mismos. No basta con tener mucho que hacer, lo que realmente pesa es sentir que nunca es suficiente.
Nuestra cultura empuja a producir más y a disfrutar más, todo al mismo tiempo. Diciembre condensa esta contradicción: debemos mostrar resultados en el trabajo, pero además organizar celebraciones, hacer regalos significativos, pasar tiempo de calidad con la familia, planear vacaciones y mantener una actitud alegre. La exigencia de “rinde más” convive con el mandato de “disfruta más”, y ninguna de las dos deja espacio para detenerse o descansar.
Además, el calendario juega un rol que rara vez cuestionamos. El cierre del año no es una fecha más, es un hito simbólico que nos invita, a veces con violencia, a compararnos con versiones ideales de quienes creemos que deberíamos ser para “crear esos recuerdos” de fin de año. En diciembre no solo cerramos ciclos, también nos enfrentamos a nuestros propios balances: lo que no alcanzamos a comprar por nuestro presupuesto, el proyecto que dejamos a medio camino, el título que todavía no terminamos, el cuerpo que no se parece a ese ideal que nos prometimos tener para el verano. Las redes sociales refuerzan esa sensación, mostrando logros ajenos que se vuelven espejos incómodos.
Este ambiente de balance forzado suele abrir espacio a la culpa. Sentimos que podríamos haber hecho más, que debimos soportar mejor las dificultades del año, o que no estuvimos a la altura de nuestras propias metas. Esa culpa no nace de un error concreto, sino de un mandato interno. Y cuando ese mandato se vuelve más fuerte que nuestra capacidad de respirar aparece el estrés, pero también la irritabilidad, el cansancio, la sensación de fracaso o la idea de que “algo anda mal conmigo”.
Sin embargo, es importante recordar que esto no es un problema individual. No se trata de que “nos falte resiliencia” o de que tengamos mala organización del tiempo. Se trata de que nuestra sociedad mide a las personas por su rendimiento, que naturaliza la disciplina externa y que se incorpora en nuestro interior. Y a cada uno le “aprieta el zapato” en un lugar distinto.
Quizás lo más sano para enfrentar diciembre no sea intentar cumplir con todo, sino preguntarnos de dónde vienen realmente estos mandatos. ¿A quién queremos demostrarle algo? ¿Qué tememos que ocurra si no alcanzamos esa imagen ideal? ¿Qué hay de nuestro deseo personal y cuánto hay del deseo del otro puesto sobre esta exigencia?
Hacer esas preguntas no elimina el estrés, pero sí permite elaborar una forma de responder de manera realista. Y, tal vez, nos permite terminar el año sin sentir que estamos fallando, sino reconociendo que hicimos lo posible en una cultura que siempre nos pide un poco más.
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