Un señor del sur ha caminado en Los Andes. Sus huellas no se han esfumado, ya que están en tantos rincones, desde las roquerías altas andinas hasta las dunas costeras, pasando por su morada principal, su tierra de adopción, la bendita andina, donde crecen las raíces, se elongan las ramas, colorean las flores, verdean hojas y yemas, para dar los frutos mas jugosos. Claro que sí, ahí está.
Desde la tierra octava surcó su vida. Senderos boscosos captaron su atención, para agarrar una formación en la naturaleza, donde su familia le mostró los secretos húmedos de la transformación, el golpeteo seco de un pájaro carpintero, relinchos ansiosos de unos potrillos, anuncios claros de los queltehues, susurros tenues de unas garzas y cabalgatas de duras nubes en cielos borrascosos.
Anunciaron que se fue, que su mirada se nubló, mas su impronta está en su familia, en sus frutos maduros grandes y desarrollados, en sus quimeras pequeñas y aún sin vuelo propio. En su mujer que no sabe dónde mirar, dónde atinar, dónde llorar y en qué mano apoyarse. Quizás esas trazas son las más visibles. Pero hay otras que suenan en la atmósfera, que también tocan la campana del cariño y son muchos los que deambulan incrédulos, con los pensamientos de un último abrazo. Esos son los amigos del camino, los que tantas veces estrecharon corazones.
Difíciles años 70, pero hermoso inicio del estudiante de agronomía en el verde Campus de Chillán, de su Universidad de Concepción, cuando luminosas aulas mostraban las entrañas de los suelos, la fisiología de las plantas, nutrición de los animales, la fruticultura de climas lluviosos y una ciencia que sin duda marcaria su vida profesional: la entomología, vida, desarrollo y conducta de las plagas agrícolas.
Desde los bosques sureños al desierto extremo del norte, cuando la vida profesional lo llevó a la función pública. Esa vida llena de desafíos, plena de realizaciones, donde terminó de formar un carácter amable, entretenido y profundo en las tareas asignadas, tendientes a conseguir el desarrollo de la fruticultura regional y especialmente la nacional. Sus trabajos en el valle de Azapa controlando la mosca de la fruta, sus viajes al extranjero representando al país y posteriores jefaturas lo posicionaron en plenitud en el corazón del Servicio Agrícola y Ganadero.
Lo vi feliz en la “Picá del Cementerio” en San Miguel de Azapa, en los olivos centenarios de Aldo Lombardi, en los tomatales de Trufa y Mamani, en las largas charlas bajo los mangos y guayabas de Neverman, como también en las instrucciones a sus técnicos regalones, los inolvidables Pato Morales y Luis Cañipa. Una amalgama de experiencias en esas campañas eternas de control de plagas y en las trasnochadas fumigaciones de morrones con la Casimira Yampara.
Una segunda etapa profesional y las altas cumbres del valle andino supieron de su expertiz, del trabajo en equipo y su exigencia consigo mismo para encontrar la excelencia. Don Jorge y su cercanía con el equipo, con la sabiduría de entender que todos son importantes, que se juega con los que están y no sólo con los destacados.
Ir de frente fue su característica, más su alma humilde lo hizo retroceder también, con el equilibrio justo de los hombres buenos. De esos escasos que calmadamente le dicen sí a la vida, a los retos, a las derrotas y a los desconciertos que también lo tumbaron en ocasiones. Como todos miró quebradas y precipicios, pero dominó finalmente el vértigo y agarrado en mulas centenarias, encontró un horizonte donde todo su entorno encontró el espacio.
Las columnas costumbristas rurales generalmente le hacen un amague a las vicisitudes de la actualidad. Se afirman en los tiempos pasados, con todos los dejos de romanticismo que muy bien nos hacen. Sin embargo, hoy sólo puedo enfrentar el virus innombrable, pues la daga de su poder se ha llevado a mi amigo Jorge Concha Sanhueza, de manera artera e injusta.
Para no seguir llorando, me afirmo en una certeza del mundo campesino: “el patrón lo ha llamado”
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