Cada cuatro años, Chile se redibuja. Nuevos nombres, nuevas prioridades, nuevos planes. Pero bajo esa espuma electoral, las carreteras, los puertos y los embalses siguen esperando algo que no depende de la coyuntura: continuidad. Hemos hecho de la obra pública una expresión del calendario político más que de una visión de Estado. Y en ese gesto, cada gobierno vuelve a dibujar el mapa desde cero, como si planificar fuera un acto ideológico y no una función de país.
Lo que está en juego no son solo nuevas obras, sino la capacidad del país de sostener una estrategia que trascienda el turno político. En 2018, la Cámara Chilena de la Construcción estimó que Chile necesitaba US$174 mil millones en inversión en infraestructura para la década siguiente, un tercio solo en vialidad urbana. Esa brecha no era solo contable: reflejaba cuellos logísticos, desigualdades territoriales y una deuda con la productividad.
Dos años después, la Dirección de Presupuestos y la Subsecretaría de Evaluación Social revelaron que el 43,2% de los programas públicos presentaba una focalización inadecuada o parcial. En otras palabras, casi la mitad de lo que implementamos como Estado no llegaba donde debía. No es un problema de voluntad, sino de método, de diseño, de planificación.
Cada ciclo electoral actúa como una ola corta sobre un mar profundo. Lo visible se acelera; lo estructural se posterga. Se inauguran obras que otro comenzó, se cambian los nombres de los programas, se ajustan prioridades que duran lo mismo que una administración. La falta de continuidad técnica, la alta rotación de equipos y la ausencia de una cartera interministerial estratégica han convertido la infraestructura en un espejo de la fragmentación estatal. Hoy, más de veinte organismos impulsan proyectos de inversión sin un eje articulador. El resultado: una infraestructura del Estado desalineada con la infraestructura del territorio.
Este 2025, el país presentó el Plan Nacional de Infraestructura Pública 2025–2055, una hoja de ruta que proyecta más de $366 billones y 22 mil proyectos en áreas clave como conectividad, seguridad hídrica, habitabilidad y energía. Es, sin duda, un esfuerzo histórico. Pero la pregunta sigue siendo si lograremos blindarlo del ciclo electoral o si volveremos a revisar el tablero cada cuatro años. La verdadera fragilidad de Chile no está en sus puentes o carreteras, sino en la falta de una institucionalidad capaz de sostener una visión más allá del corto plazo.
La infraestructura no es cemento: es articulación social. Es la escuela que evita la migración rural, la ruta que integra territorios, el hospital que define una oportunidad de vida. Es la forma material del contrato social. Cuando falla, no solo se pierde dinero; se pierde cohesión, productividad y esperanza.
Chile cuenta con un aparato técnico sólido —la Dipres, el MOP, la Contraloría, los gobiernos regionales, los sistemas de concesión—, pero carece de un marco que los articule bajo una visión país. La infraestructura pública no puede seguir siendo un conjunto de proyectos; debe transformarse en una política de Estado.
Por eso, el desafío no es solo técnico, sino institucional. Requerimos una Autoridad Nacional de Infraestructura que coordine ministerios, gobiernos regionales y actores privados bajo una estrategia común. Una entidad que piense en décadas, no en periodos; que priorice productividad y equidad territorial, no rentabilidad política.
Quizás el verdadero cemento que nos falta no está en las obras, sino en la visión compartida. Solo cuando dejemos de construir gobiernos y empecemos a construir país, la infraestructura dejará de ser un reflejo de la coyuntura para transformarse, por fin, en una política de Estado.
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