Aún se desayuna a las seis de la mañana en un rincón del Cariño. El mate amargo borbotea, el brasero con carbón subsiste, como también la conversación amable de esa pareja que tira en yunta sin ninguno desteñir. Tipo siete vamos apurando el tranco que el relincho del barroso ya despertó al patrón.
Un resoplido de saludo al recibir el pan de alfalfa, la perfumada del galpón, segundo corte y los aromas son más puros. Se rellena la pileta del agua de bebida, rastrillo para las bostas, rasqueta por el lomo, una limpieza de patas y arriba la tranquera para el paseo matutino.
Don Vita está nervioso, la sembradora no llega y la humedad del suelo se esfuma rápidamente. Los canales aun no llenan y las lluvias de junio quedaron en el pasado. El ladrido del negro tapado le vuelve el alma al cuerpo, se podrá poner la alfalfa en el potrero grande. El rincón detrás de la casa ya fue sembrado a la antigua, con aradura de caballo, siembra al boleo y tapadura de semillas con rastra de espinos.
Debemos cuidar estos viejos andinos, los que rememoran las novelas, los que participaron en la historia, los de ojotas frescas en verano, los cosechadores de nueces con coligues, los que arrancan las olivas en largas escaleras, los que usan palteros en las recogidas de negras de la cruz.
Esos campesinos que aún se sientan a las 12, los del puchero de osobuco, de la papa Corahila, del zapallo camote y recaudos largos. Extrañamente don Vita no gusta del caldito, prefiere el seco de vacuno, claro que con la chilena al lado. Su té de bajativo y una sagrada media hora de siesta. Esa siesta en extinción que muchos extrañan.
Ese ojo experimentado desnuda los perfiles de suelo, las texturas y estructuras. Sabe cómo va a producir sin siquiera un análisis, si es arena algo le dice, su color delata la fertilidad, el tipo de malezas habla de los últimos cultivos, las raíces que sacó el arado dicen de lo profundo. Cuando mi escasa expertiz pretendió discutir una de sus observaciones, levanta la mirada y sentí una navaja volar al centro del blanco, y me recita como un rosario aprendido de niño toda la historia de los últimos 50 años de aquel potrero.
Trato de llevarlo a los cultivos del pasado, rápidamente se va a la niñez y ríe con las manzanas verdes de enero que de travesuras se consumían. Nos habla de un campo diferente, de trigos y trillas de porotos, se detiene un rato y describe los hornos secadores de tabaco que en ruinas se sostienen en la propiedad de los Rosende.
De aves del campo, se pasea como el mejor de los ornitólogos, extraña el grito nocturno del guairavo, el vuelo errático de la gallina ciega, el desteñido color de las raras, los cachuditos en los maduros frutos de peumos, los chirigües cordilleranos y los enormes ojos rojos de los diucones.
Don Vita se echa la experiencia a la espalda, camina en senderos seguros, no reniega de nada, ni siquiera de los abusos. Mirada vidriosa que refleja el alma, mano morena tendida sincera, que muestra las grietas como cárcavas en cuarzo.
Los invito a descubrir a los Vitales andinos, los que montan con ponchos raídos y guardan eternamente la suarda de los merinos, esos que caminan silentes y hablan con la mirada, hombres y mujeres criados en la arcilla de tejas lejanas, en barros de muros caídos, almas nobles que ya miran la vida de regreso.
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