Verano pleno y las familias campesinas de mitad del siglo pasado organizaban viajes hacia el interior de la hacienda, donde disfrutaban de las canastas llenas de víveres preparadas con esmero, más las impensadas cosechas que se realizaban entre los cerros.
El viaje era a caballo y en carretas con yuntas de bueyes mansos, guiados por el picanero Aliro Costelo. Salida de madrugada y el choquero ya hervía a las 8 de la mañana en la primera parada a orillas de un estero. El pan de huevo y una tortilla de rescoldo con queso fresco acompañaban ese té con hojas de boldo arrancadas en el momento. Una coipa con sus crías a la espalda, los siete colores en las varas de totoras y el vuelo de patos silvestres completaban la escena.
Al mediodía la segunda parada, ya bien lejos en el tranque “del potrero adentro”, mientras se acomodaban los canastos para el almuerzo. Jóvenes campesinos escalaban las palmas nativas y tiraban cordeles con plomo para bajar los abundantes racimos datileros que colgaban abiertos invitando al festín. El pequeño Manuel lloraba luego de recibir varios cocos en su cabeza, además de las burlas de los muchachones más grandes.
La señora Nena y su comadre Eda dirigían la batuta del almuerzo, mientras la tía Pancha miraba con recelo a los jóvenes del pueblo, que invitaban a refrescarse en el tranque a sus creciditas sobrinas. El milagro existía y una enjundiosa cazuela de cordero abrazaba los hondos platos, ensaladas de huertas y múltiples sandias se quebraban en dulces sabores de verano.
Terminando la colosal merienda, llega don Ramón, el capataz del fundo, quien luego de refrescarse invita a los comensales de a caballo a internarse en la quebrada “La Capitana”, que subía en estrechas huellas a un verdadero bosque sureño. El resto de la comitiva caminaba y descansaba en un gran tranque que proveía de riego a cientos de hectáreas, donde arenas blancas de cuarzo adornaban la orilla.
Conversaciones sabrosas y amables se trasladaban con la brisa. Costumbres camperas, alambrados que suben por el cordón de los cerros y el sorpresivo paso de un puma hacen todo un panorama. El capataz, con figura de buen comer, detiene las bestias en una pasada de agua y enseña su postre favorito, liana de precordillera de la costa, enredadera endémica de Chile, con los frutos más deliciosos que puedan existir, de sabor indescriptible. Orgulloso descubre la planta, tan inapropiadamente conocida o quizás por eso aún exista, es la Coguilera o Voqui.
Seis de la tarde, el sol aún alto, pero ya es hora de empertigar nuevamente las yuntas para el regreso a las casas. Osvaldo reemplaza al picanero quien se ha ganado el derecho a viajar de vuelta en la carreta. Don Ramón en su yegua champaña, baya y de ojos zarcos dirige la caravana de las tres carretas que bajan al son de repetitivos pero entusiastas acordes de vihuelas.
Regresos cansados, llenos de vivencias. Cosechas múltiples de frutos de boldo, peumo, palmas, ciruelas caseras de casas encantadas abandonadas, huevos de perdices que simulan cristales de ébano, lianas escondidas del capataz y el abrazo inconfundible de la comadre Eda, con brazos mulatos de inmigrantes generosos.
Diez de la noche. Los bueyes al potrero, la carreta al pajal, la vela que alumbra un fardo para la yegua, el silencio de fin de la jornada y el alma llena con los saberes de la hacienda.
Reseña de la incomparable Hacienda Las Palmas, zona de Leyda, entrando por la Marquesa, entre Melipilla y San Antonio.
Pasaran los años. Los rebaños de ovejas merinas migraran más al sur, las casas encantadas pasaran a bodegas, los corredores del tiempo incrementaran su historia o se derrumbaran, mas las emociones vividas quedaran cautivas por siempre en el alma de sus habitantes ya idos.
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