Se dice campesino a la persona que trabaja el campo. Mas eso no le hace la suficiente justicia, pues esa fría definición contrasta con los conceptos que involucra al hombre y mujer de campo. El sentir del campesino se recibe por herencia, se madura y se transmite.
El gen de campo es un don que se lleva toda la vida. Es la mirada a valles y cerros; el galope en pelo desde los 4 años; saludar al litre para no en roncharse; ordeñar una vaca; alambrar un potrero; hornear una tortilla de rescoldo; preparar un choquero con café de trigo; bajar dihueñes del árbol; alumbrar el cobertizo con vela; cantar a lo divino; arar la tierra y cosechar sus frutos; dormir al sereno en una veranada y acoger al desconocido y necesitado.
La impronta campesina, se ha ido formando por siglos, desde las encomiendas españolas, las posteriores haciendas y predios menores derivados de la reforma agraria. Desde Arica a Porvenir, la mano del campo se ha hecho presente en la alimentación, ecología y folclore nacional, abarcando diferentes ámbitos de la cultura.
David, en el valle de Codpa, por allá arriba del mapa, cultiva sus estrechas terrazas con sabrosas guayabas, tumbos, mangos y hortalizas, que semana a semana entrega en el terminal del agro en Arica. Sube el escarpado cerro en peregrinación de la virgen del Carmen y todos los santos que el largo invierno celebra, haciendo gala de su alferazgo y brindando por la Pachamama.
Antonio, en el valle del Huasco, maneja y recoge sus aceitunas negras y sevillanas, para nutrir la ciudad y compartir el producto en alegres picoteos, los que sanan el alma y que muchas veces olvidamos que provienen del sudor del campo, con las podas, laboreo del suelo, fertilización y control de plagas.
Mauro, hace algunas temporadas, capacitaba y organizaba lecherías de cabras en la zona de Salamanca, donde se raja la montaña y aparecen los entierros de oro. Bellas leyendas que nutren la conciencia y expanden la mente, al pensar que hay un “más allá”, lo que nos aleja del materialismo terrenal.
Javier, en la zona de Las Compuertas en Quebrada Herrera, recuerda su crianza de 800 pavos por temporada que sacaba arriba en Putaendo, solo con praderas naturales y subproductos de la agricultura, pero con la sapiencia que tenía para interpretar la naturaleza.
Una pequeña niña en la zona de Pelarco, de la mano de su padre Juan, supo del rigor del trabajo de las colmenas, cuando con paciencia y sabiduría domesticaban enjambres silvestres, ahumaban leños húmedos y cosechaban las transparentes mieles de cristal.
José, en San Manuel de Liguay en Longaví, preparaba los pretiles para los difíciles trabajos del cultivo del arroz, donde los traviesos camarones de tierra filtran los tranques que sirven de sustrato para las simientes embebidas que se transformarían en amarillas sementeras de granos blancos y almidonados.
Agustín, en la zona de Los Ángeles, lleva tres décadas enseñando agricultura orgánica a las cooperativas campesinas, nutriéndose de manejos ancestrales que comulgan y se entrelazan con la ciencia, protegiendo el medio ambiente y poniendo en primer lugar los llamados cultivadores del olvido.
Los peñis de Arauco indómito, trigueros, artesanos, lecheros. Los que no se adaptan a las forestales, también son campesinos y nos reciben con productos de alto valor y tan de ellos, como ketros, colloncas y frutillas blancas.
Silvia, en Osorno, tierra de papas y angus. Zona huasa que se muestra como postal en las explotaciones silvopastorales, donde rumian y sestean los gordos huachos bajo los frondosos pellines.
Coihaique y Punta Arenas, de belleza sin igual. Por sus fríos páramos, los gauchos van en busca de sus ovejas lanudas que han alimentado y abrigado a miles de colonos llegados de tierras lejanas para formar las extensas estancias.
El martes 28 de julio se conmemoró el día del campesino: el protagonista más importante del mundo rural. Las noticias algo dijeron, las autoridades también lo recordaron. Sin embargo, lo importante es reconocerse todos los días del año como campesino y a lo largo de todo el territorio.
Esa niña que don Juan llevaba de la mano en los cerros del Manzano, ahora es nuestra, de Aconcagua. Su mirada como coordinadora nacional de la agricultura familiar campesina, más la herencia de su madre Orfelina -madura con el recuerdo imborrable de su hermano Luis- es capaz de transmitir el gen de campo, para que a pesar de las múltiples dificultades que él atraviesa, muestre desde su interior las soluciones que algún día se deban implementar.
Es Amelia, la que creció en el campo necesitado…
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